Feliciano González

Nuestra amada pogona

Nuestra amada pogona

Una mascota es un episodio fundamental en la vida de una persona. Se mire por donde se mire, hay un antes y un después en la singladura emocional de quien abre sus puertas a esos seres vivos que se instalan en el espacio doméstico que se les adjudica o que, frecuentemente, se adjudican por sí mismos. En el momento del después, las vivencias son tan variadas como variados somos los humanos en las cosas del ir viviendo.

Una pogona

Una pogona es un lagarto con la altivez aristocrática de quien fue un gran dragón en épocas que los humanos no conocieron. Nuestra pequeña pogona empezó a dar muestras de deterioro físico a los pocos días de adquirirla en uno de los vistosos mercados de plantas, mascotas y puñeterías decorativas de jardín. Es anaranjada, elegante, que tan pronto se la observa hace viajar la fantasía a la prehistoria de los grandes reptiles, en su versión cinematográfica. Con ojos saltones que destacan en su cabecilla, observa con gesto inteligente, como si fuera a echarse a conversar tranquilamente. Come grillos, gusanos, escarabajos, pero sólo si intentan escabullirse delante de sus fauces cazadoras. No se alimenta de nada perezoso ni precocinado. Su supuesto origen australiano le atribuye la etiqueta de animal exótico. Y no cabe duda de que es un diminuto galán de exotismo radiante. Permite el contacto humano sin alterarse y llega a agradecer unas caricias, hasta que se considera satisfecho y se revuelve o lanza un mordisco con sus agujas afiladas.

Preocupados por su progresivo decaimiento y su mirada profundamente nostálgica Nicolás y yo hemos decidido buscar en internet una clínica veterinaria donde intentar entender sus achaques. Entre las muy numerosas clínicas Nicolás se ha decidido por una que se anuncia como especializada en animales exóticos. Exactamente lo que necesitamos. Una amable voz femenina nos ha adjudicado turno de visita esta misma tarde. Y así nos hemos lanzado a la tarea del socorro necesario, sin dudarlo.

La clínica veterinaria se halla en un barrio popular del interior de Madrid. Popular y populoso a las cinco de la tarde de un sábado. Las modestas terrazas de los bares, que se han acoplado en casi todas las esquinas de manzana de las calles, dan cobijo a grupos de vecinos, mayoritariamente masculinos, que charlan a voces y se ríen con soltura continuamente. Un olor intenso a alitas de pollo frito alfombra la calle. Hay grupos de gente que acuden a su misa en una parroquia de barrio en la que se escuchan cánticos corales de aroma tropical. Visten con extravagancia barroca, como suele verse en las bodas ceremoniales. De sus pechos cuelgan cruces plateadas, medallitas, camafeos. Uno de ellos, corpulento, musculoso, de edad media, viste un sombrero con una elegancia que nos es de esta época. Llegamos a la puerta de la clínica donde un letrero de atrayente diseño y colorido reza: “hospital veterinario de animales exóticos”. Pulsamos el timbre. Un muchacho muy joven, vestido con atuendos verdosos de enfermero de hospital de humanos, nos recibe con tal pusilanimidad que dudamos si nos recibía o quería apelar a nuestra caridad. Nos sentamos a esperar.

Una joven, ella límpidamente ataviada como enfermera, o doctora, que las categorías son diferentes en el espacio exótico, nos pregunta la razón de nuestra visita. Le cedo la palabra a Nicolás, que es quien conoce los pormenores del caso que nos trae hasta aquí.

-Es una pogona. -Nicolás ha transportado el reptil en un recipiente de plástico, sin tapa. El animal da muestras de aturdimiento por los continuos meneos y golpes durante el viaje. Parece pedir a gritos sordos que la aventura acabe cuanto antes.

-Es muy joven. -le responde la doctora. -No tiene buen aspecto, ¿qué edad tiene?

-La compramos hace un mes, así que tendrá aproximada ente dos o tres meses.

-Y ¿qué le pasa? -comienza el interrogatorio científico. Nicolás le da una explicación extensa respaldado por el bagaje de datos que ha absorbido en internet. Nos pide que esperemos sentados a que uno de sus compañeros pueda atendernos. Le damos las gracias con la cajita de la pogona en el regazo.

Observo a una señora de extrema delgadez, también sentada en la hilera de sillas de consulta médica enfrente de nosotros. Mira distraída, como si su mente rechazara su cuerpo presente, ojerosa. Pienso que debe rondar casi los sesenta años, es decir, que seremos de la misma quinta. Pasan unos minutos silenciosos. Otra señora, algo más joven y mucho más corpulenta, aparece en la sala de espera con una caja de zapatos en la que transporta, presumiblemente, otro paciente. Sigue el ritual de preguntas básicas con la señorita de la recepción hasta que le indica, fiel al protocolo, que espere allí sentada. El siguiente en aparecer en la sala es un hombre de gesto desinteresado, algo barrigudo, que, cuando localiza a la señora delgada frente a nosotros, se sienta junto a ella. Es en ese momento que la pobre comienza a gemir, moquear y, finalmente, rompe a llorar. El hombre la mira de reojo sin alterarse.

-Lo tienen ahí dentro. Me han dicho que ahora nos dirán su diagnóstico. -y retorna su lloro desconsolado. El hombre, con gran parsimonia, hurga en la chaqueta, extrae un teléfono móvil y se sumerge obsesivamente en él, transformándose, mágicamente, en un ser invisible. Ella trata de sujetar sus continuos gemidos de desconsuelo, llora entre intermitencias, y a continuación se suena la nariz.

Una doctora se ha acercado a la señora de la caja de zapatos. Pienso que no se han percatado de que nosotros habíamos llegado con anterioridad. Pero me faltan energías para armar aquí y ahora un buen lío. No tenemos prisa.

-Es una cobaya.

-Y, ¿qué es lo que tiene?

-Pues no lo sé. Apenas se mueve y vomita la comida al poco de digerirla.

-Venga conmigo, pase a esta salita. -ambas desaparecen con la caja de zapatos.

Nosotros seguimos allí esperando con una paciencia casi infinita. Nada ocurre en más de quince minutos, Oímos los murmullos del caso de la cobaya que transpiran a través de la pared y de la puerta entreabierta. Buceamos en nuestros teléfonos móviles, abstraídos totalmente. Me percato de que llevamos allí cuarenta minutos esperando ser atendidos. El muchacho de apariencia tenebrosa que improvisó nuestra bienvenida se ha dado varios paseos por la sala sin ir a ningún rincón específico, como un alma en pena.

-Ya le traen su mascota. -de pronto aquella señora espigada retoma sus llantos, acude al consuelo del hombro de su compañero, que no pestañea en sus tareas aceleradas con la pantalla del móvil. La pobre mujer se desconsuela, entra en pánico. Nosotros no dejamos de observarla. Se pregunta constantemente en voz alta, fingiendo una conversación con su acompañante, cómo estará su preciado animal de compañía, si lo habrá superado, si volverá a verlo, presa de la mayor angustia que puede una persona padecer en un trance de incertidumbre como éste. Estamos intrigados por conocer el desenlace de esta tragedia a la que deseamos un final feliz, como no debe ser de otra manera, entre personas de buen corazón. Aparece finalmente una de las doctoras del lugar sujetando con destreza un periquito de plumas amarillas encendidas como antorchas, peleando por escapar de la tenaza que la mantiene presa. La mujer se lanza de lleno a su llanto de plañidera mediterránea, mostrando su alma hecha pedazos, junto a aquel hombre que lanza una mirada de soslayo al pajarillo y retorna a su actividad solitaria.

-¡Ay, mi pobre! ¡ay, mi pobre! -acaricia el plumaje del periquito mientras se enjuga las lágrimas con un pañuelo de papel. -Estaba tan entero hace unas horas, y ahora…

-Bueno mujer, no exageres la nota. – con esta frase hemos conocido el timbre de voz de aquella caricatura de galán.

Se han llevado al convaleciente pájaro de vuelta a los laberintos donde operan las curaciones.

-Vengan por aquí por favor. – ambos se acercan a la ventanilla. El pajarito se queda internado esta noche para completar el diagnóstico y el tratamiento. Así pues, son cuarenta euros por la consulta, cincuenta por la radiografía y por la noche de hospital son 70 euros. En total, son ciento sesenta euros. -el hombre no disimula un gesto de sorpresa con aderezos de comedia, como si le acabaran de contar un buen chiste.

-Señorita, y ¿cuánto tiempo tiene que quedarse internado? Vamos, es sólo una curiosidad… -le dice con retintín chulesco.

-No se preocupe. Mañana les llamamos por teléfono, les damos el diagnóstico y entonces es su decisión qué hacer.

-Y si no le queremos de vuelta, ¿se encargan ustedes? -le dispara el hombre a bocajarro, y de manera sincronizada la mujer rompe a llorar con fuerza.

-Si nos encargamos de qué? -le reta de vuelta la doctora, desafiante.

-Pues, ¿de qué va a ser? Si el animal no se recupera bien, pues se le sacrifica y arreglado. ¿Se encargan ustedes?

-¡Yo quiero que vuelva a casa! -la mujer llora a cántaros, enriqueciendo el escenario trágico de la sala.

-Bueno, bueno, por hoy ya no podemos hacer nada más que abonar la cuenta y marcharnos.

Aunque esté muy feo reconocerlo, nos miramos entre perplejos y divertidos. En mi infancia no había hospitales donde internar los pájaros y, aun menos, la consideración ni la paciencia para someterlos a tratamientos curativos sofisticados. Aquel hombre se dispuso a abonar la cuenta, a regañadientes, jurándose entre gruñidos que aquel pájaro no pisaría nunca más su casa.

Nosotros seguíamos esperando a ser atendidos, entretenidos con el folletín improvisado en este teatrillo de animales exóticos. Nos decíamos que ya era mucho tardar la espera. El único relajado era nuestro pequeño reptil. Una doctora salió de la sala de consultas seguida por la señora de la cobaya, regalando remates de su argumentario médico-animal. Cuando se aproximaban a la ventanilla que había ya despejado el anterior pagador, la señora ya no se contuvo:

-Pues, ¿sabe qué le digo?

-Dígame -le respondió la doctora.

-Pues que estoy dándole vueltas y lo mismo se quedan con la cobaya. ¿Se encargan de eso ustedes?

-¿Encargarnos de qué, señora? -la pregunta es retórica porque la doctora conoce y esperaba el reto y tiene preparada su respuesta precocinada.

-Pues de sacrificarla. Como comprenderá valen más las alforjas que el burro. -la doctora fuerza una mueca de disgusto.

-Eso son decisiones que toman ustedes. De momento, son cuarenta euros por la consulta y otros setenta si decide dejar la cobaya en observación esta noche. De ser así mañana la llamaríamos para precisarle el diagnóstico y el tratamiento.

-Pues lo vamos a hacer así -da un resoplido- mañana me cuentan la historia y ya veremos. -paga y se marcha con la caja de zapatos vacía.

Por fin, aparece una doctora, la que al parecer sabe de reptiles. Le digo a Nicolás que vaya él a la sala de consultas. Me quedo solo, embobado con el teléfono móvil.  Tras otra media hora aparece la doctora, Nicolás y su pogona anaranjada de ojos saltones y atentos. Todo lo observado, y todo lo aconsejado lo hablan y acuerdan entre ellos. A mí me avisan para acudir con la tarjeta de crédito a la máquina devoradora de caudales. Me dice en voz baja que con sus ahorros se hará cargo de lo que cueste recuperar a nuestra diminuta mascota. Por no dañar con mi negativa su gesto tan noble, cargado de emociones limpias, le respondo que lo discutiremos más tarde. La pogona se queda internada sin término preciso: deben confirmar el diagnóstico. Miro a Nicolás. Me devuelve una mirada tranquila y resignada. Con una simple mirada compartimos, como tantas veces, la confianza de que todo se va a solucionar. Pago y nos despedimos, por ahora, del lugar.

En la calle prácticamente ha anochecido. La actividad social se ha intensificado. Las pequeñas terrazas de los bares se han poblado aún más y el olor a pollo frito se mantiene inmutable, enlazando el almuerzo con la cena sin solución de continuidad. Madrid respira vida y paz entre las balconadas, los escaparates, los pasos de peatones, las campanadas, y las resueltas risotadas frescas de los vecinos en su ritual de dejarse vivir y tirar hacia adelante.

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Feliciano González

Mi creación artística gira entorno a la pintura, la poesía y la novela.

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